Sobre la ridiculez

Partamos de la premisa de que todos somos ridículos. Y no hablo precisamente de ser ridículos en determinadas ocasiones sino que todos, en general, por costumbre y naturaleza, somos ridículamente ridículos.

Reconocer que somos ridículos es un acto de amor y compasión hacia esta “humanidad entera que entre cadenas gime”. Aclaro además, que ser ridículo es tan normal como despertarse todos los días y tomarse un café. Nuestros actos, al volverse mecánicos, poseen en sí mismos un carácter chistoso.

Para el filósofo francés Henry Bergson, en su ensayo La risa (1984), “fuera de lo que es propiamente humano, no hay nada cómico. Un paisaje podrá ser bello, sublime, insignificante o feo, pero nunca ridículo”. Bergson además explica que los dibujos animados son graciosos porque a los animales se les otorgan comportamientos humanos.

La vida es una constante carrera de supervivencia. Todos nuestros objetivos están pensados para permitirnos sobrevivir. Ir al kínder, a la escuela, luego la universidad, conseguir un empleo (ojalá uno relacionado con lo que estudiaste), casarte, tener hijos y después, la desgastante travesía en este planeta azul para que tus hijos sobrevivan en el mundo y… ¡vuelve y juega! Ahí está otra vez la serpiente mordiéndose la cola. ¿No es esto chistoso? Sin esa crueldad lo risible no tendría nunca un espejo para reflejar la ridiculez. Es como la alegoría de la luz sin la oscuridad, que sin la oscuridad no se podrían ver las formas. Es decir, si todo fuera luz sólo existiría una imagen plana de la vida, una imagen enceguecedora y aburrida. En fin.

Debe ser por eso que los verdaderos comediantes de los stand up comedy no necesitan inventar situaciones extrañas para hacer reír a carcajadas a su público. Tienen claro que al acudir a la ridícula cotidianidad del ser humano poseen material de sobra para vivir del show. Qué tal estas frases del comediante norteamericano George Carlin: “Algo genial de volverse viejo es que te puedes escabullir de toda clase de compromisos sociales solo diciendo que estás cansado.” O esta: “La mayoría de la gente trabaja lo suficiente para que no la despidan y ganan lo suficiente para no renunciar.” Frases tan crueles que dan risa.

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Elisa Lagona – Arlequines

Si somos ridículos todo el tiempo, ¿por qué tememos caer en el ridículo? En el siglo XIX, el romántico Gustavo Adolfo Becker expresó que la ridiculez es “un monstruo que nos tiene tendida una red inmensa y oculta. Un enemigo artero que se encuentra detrás de nuestras más sencillas acciones, de nuestras palabras más inocentes, de nuestros movimientos más insignificantes. Todos andamos temblando por caer en su celda”.

La ridiculez, o más bien el temor a caer en el ridículo, es una de las peores fobias de nuestra cultura occidental. Ha sido desde la escuela el temor de todo individuo de caer en las fauces afiladas y criticonas de los demás. Esto sucede porque somos el espejo del otro, etc. Y todo sujeto de burla, visto desde el punto de vista existencial, es un sujeto sin sentido y propósito, un sujeto más. Viéndolo bien, ¿quién quiere sentirse insignificante después de tanto sufrimiento y esfuerzo por sobrevivir?

Le tememos tanto al ridículo que cuando nos hablan de la dichosa “autoestima”, fingimos tenerla y sobreactuamos. Pero cuando la tenemos de verdad, la seguridad en nosotros mismos y esa libertad tan despreocupada nos impulsan a actuar de la manera más ridícula posible. El no-me-importa-lo-que-opinen-los-demás es un arma de doble filo.

“¿Cuando somos muy fuertes, quién cae en el ridículo?”, se pregunta Arthur Rimbaud en el poema “Frases”. Yo, particularmente, me valgo de la poesía para explicar la ridiculez, porque el poeta siempre está expuesto a caer en el ridículo; sin embargo, escribe. Escribe para liberarse quizás, con la única esperanza de que el lector esté en el mismo grado de ridiculez que él y se identifique.

Un poeta chamán Jorge Gil Henao explica el hecho de ser ridículo en el siguiente poema:

Pero ¿Quién alguna vez no ha sido ridículo? /Quién no ha dicho te amo, te adoro, mi cielo, mi sol /y ha suplicado hasta el ridículo /Plebeyo, o señor, sabio o bruto, en cuestiones de amor son todos ridículos /Sólo los que nunca han amado, los que nunca han creído /Se han salvado de gestos ridículos, /Los que por miedo al ridículo dicen que el amor es algo ridículo.

El miedo a ser ridículo sería, para él, el mayor ridículo, no el hecho de serlo y aceptarlo.

Grandes personajes como Dostoyevski también abordaron el examen de la ridiculez. El cuento “El sueño de un hombre ridículo” es una buena muestra de ello. El personaje del cuento sabe perfectamente que es un hombre ridículo: “Antes me angustiaba porque les parecía ridículo, más que parecerlo lo era. Siempre fui ridículo, y lo sé probablemente desde el día de mi nacimiento”. Saberlo no lo libró del mal de la ridiculez pero sí le permitió entender que la compartía con todo el género humano viviente.

¿Hay alguna otra forma de sobrevivir sin ser ridículos? ¿Qué sería de nuestras almas si los artistas no se hubieran atrevido a expresarse por temor a caer en el ridículo? A lo que deberíamos aprender a sobrevivir es a los laberintos del ego. Más allá de la ridiculez está el arte de aprender a vivir con ella.

 

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