El padre recibió a Ángeles con una sonrisa amable. La casa era toda calidez: decoración victoriana, muebles estilo Luis XV y paredes tapizadas con arabescos ocre. En el pasillo colgaban unos cuadros de escenas pastoriles y mitológicas, cuyos marcos dorados y orgánicos parecían conducir a algún salón palaciego. El aroma de la habitación vecina trajo a su mente una idea sensual y magnética que no logró identificar.
Esa sería la primera clase particular a su nuevo alumno. El padre del estudiante, un hombre alto y macizo de maneras nerviosas y amables, la llamó la tarde anterior para ofrecerle un sueldo generoso a cambio de enseñarle a leer a su único hijo. Ángeles vestía una falda larga a la cintura y una camisa blanca con hombros volantes. Los tacones de punta fina le procuraban una postura erguida. Tenía esa dignidad de los educadores serios en el primer día de clase, para no dar una impresión de laxitud en el carácter.
—Eres tal como la necesitábamos ─dijo el padre. Ángeles pensó que el comentario sería un halago sin importancia, una de esas frases típicas para romper el hielo.
— ¿Dónde está mi alumno? —preguntó.
—En la biblioteca —expresó el hombre—. Antes, déjeme aclararle algo, señorita Ángeles: mi hijo es un ser muy especial. A él le encanta leer…
—…No entiendo, usted me dijo que él no sabía…
—Sí, ya sé lo que dije, pero como le manifesté, él es un muchacho muy especial y no comparte mucho con los demás. Se me ocurrió que quizás, si comparte con alguien que sepa de lecturas varias y sea una mujer, aprenderá a perder el miedo a la gente, sobre todo a las damas.
Encontró algo de discurso ensayado en el parlamento del hombre.
—No tengo experiencia con ese tipo de alumnos, lo siento. Puedo recomendarle a una colega.
El hombre la miró sin sorpresas.
—¿A la maestra Berta? No fue precisamente una mujer agradable para mi hijo.
El hombre llevó a Ángeles sin más preámbulos a la biblioteca, donde se encontraba el chico. Sentado en el escritorio, el joven leía Ese maldito yo, de Cioran. No solo sabía leer sino que además manoseaba textos que a Ángeles le costaron horas de relectura.
Antes de irse el padre le dijo al joven:
—Aquí está tu nueva maestra, demuéstrale lo bueno que eres, muchacho.
Le sonrió a Ángeles con un gesto comprensivo y los dejó en la pequeña biblioteca de libros dispuestos sin orden en los anaqueles dorados.
El joven continuó en silencio. Tenía un gesto de asco en el rostro cuando alzó la vista para darse cuenta de que Ángeles estaba frente a él, intrigada, tensa, atrapada en el intenso y revuelto olor que manaba de su cuerpo.
Le indicó con la mirada que se sentara en el sillón ubicado delante de él. Ángeles obedeció.
El chico tendría unos veintiún años. Era dueño de una mirada tristona, sombreada por unas muy tupidas cejas rojizas. El pelo, castaño y grasoso, dejaba entrever las venas azules de sus sienes, y su boca era una línea débil que parecía cortarle la cara. Su cuerpo intentaba acomodarse en un escritorio pequeño y señorial que a leguas mostraba ser una de esas reliquias incluidas en un testamento. Su ancha espalda luchaba contra los apiñados anaqueles dorados y vencidos de la biblioteca, y su piel, delicada y traslúcida, sudaba ese insoportable aceite acidulado. Todo en él era irresistible y trágico: excepto su mentón aristócrata, que lucía más prominente recién rasurado.
Finalmente, se levantó de la silla y miró a la profesora con un gesto de preocupación.
─No quiero leer más —dijo—. No quiero leer más nada en mi vida. ¡Váyase!
Pero Ángeles, sorda a las palabras del chico, aprovechó el momento para darle curso a la inquietud que la perturbaba.
—¿Por qué hueles así?
—¿A qué se refiere? ─quiso saber el chico.
—Tu olor, viene de tu cabello o de tu pecho, no estoy segura.
Él seguía de pie, con las manos apretadas. La pregunta lo incomodó, y miró a Ángeles de soslayo.
—No me crea ─balbuceó al fin─. No se vaya. Quédese, por favor. Si quiere, le ofrezco algo de beber.
—¿Por qué hueles así? ─insistió Ángeles.
—No sé de qué habla. ¿Huelo mal?
—Por supuesto que no. Pásame ese libro. Sí, ese, el de Cioran.
El joven tomó el libro y estiró la mano para dárselo. Ángeles aprovechó para agarrarlo de la muñeca y atraerlo hacia ella. Levantó la camisa del chico y besó su vientre. Al bajarle la corredera, el joven se estremeció con un gesto doloroso en el rostro.
No tenía certeza de lo qué hacía, sin embargo, jamás se había sentido tan viva, así que dejó que la vida misma la guiara hacia la fuente de ese aroma a muerte que la sofocaba: una mezcla de aceite de almendras, habitación enrarecida y mariscos secos.
Se abrió de piernas en el sillón y después de veinticinco deliciosos embistes contra su cuerpo, el muchacho se detuvo de manera drástica y la empujó con aire repulsivo. Ella contrajo su cuerpo, cerró los ojos a la fuerza y sintió cómo el orgasmo que tensaba sus piernas se convirtió en vergüenza.
Todo oscureció dentro de ella. El éxtasis frustrado se transformó en un agujero negro y de ese hueco saturado por la rabia sobrevino una histeria poderosa. Abrió los ojos y golpeó con la mirada la cobardía del joven, inmóvil junto a la pared. Se levantó del sillón y enloqueció en la habitación de anaqueles dorados. Tiró todos los libros, partió contra la pared la silla donde lo encontró sentado al entrar y arrancó las hojas de los prólogos, los inicios de las historias y los finales de algunos volúmenes, comenzando por el de Cioran. Mordió un pedazo de la portada de un ejemplar de relatos eróticos del siglo XVIII y luego lo escupió. La lamparita que iluminaba las lecturas trasnochadas del joven voló por la ventana, y le arrojó a la cara el montón de objetos inútiles tirados en el suelo.
Solo después de la locura le devolvió el empujón al chico, que se mantuvo absorto todo el tiempo, como un muñeco de hielo.
A Ángeles le flaquearon las piernas y cayó de rodillas. Solo entonces se percató del vergonzoso drama protagonizado. Lamentó que la primera vez en que realizaba algo extraordinario hubiera terminado en un contundente fracaso.
El padre entró en la biblioteca. Ángeles seguía echada en el suelo. El hijo se limitó a tragar saliva y bajar la mirada. Ella se levantó, se compuso la falda y se arregló el peinado alto frente al espejo. Se dio cuenta de que también le faltó estrellarlo contra el piso. Miró al padre, le sonrió con los ojos y salió de la biblioteca, casi con la misma dignidad con la que entró al llegar.
El padre esperó a que el hijo expresara algo.
—Ahora tendré que salir a comprar más libros ─manifestó al fin.
Con los ojos llenos lágrimas, corrió tras Ángeles.
—Gracias, señorita Ángeles —dijo sacando con mano temblorosa del bolsillo un montón de billetes─. Gracias a usted, mi hijo ha decidido salir al mundo que hay detrás de esa puerta.
La despidió en el vestíbulo y regresó ansioso a la habitación dorada donde el hijo esperaba sin pronunciar ninguna otra frase gloriosa.
Ángeles vio los billetes como un mazo de hojas opacas. Llegó a imaginar que el padre le pagaba con retazos de los libros que ella había desgarrado con esmero. Dejó el dinero en la cómoda, y se limpió las manos en la falda. Asumiría al salir de allí que aquello jamás había sucedido.
Un nuevo aroma la retuvo frente a la puerta. La casa olía a ella, a su salvaje frustración. Su olor era ahora el anfitrión entre una multitud de olores. Se preguntó, echando una última mirada a la sala victoriana y al pasillo palaciego, por el número de mujeres que aquel alumno patético había despojado de sus perfumes.
Camino a casa, se propuso ignorar el pegadizo olor del chico en su cuerpo, en su ropa y en el bolso de cuero, pero fue inútil. Tuvo que aceptar que ese aroma estaría en ella para siempre, por más bocanadas de aire fresco que inhalara en sus días. Entonces sintió lástima por ella, por él y por todas esas historias rotas que nadie alcanzaría a reconstruir.

Aroma de Ángeles aparece publicado en la antología de cuentos Cuentos felinos IV, editorial Torcaza.
Gracias por compartirlo, por la alegría que generas al yo leerlo. Abrazos
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