La máquina de la culpa

La mediocridad es la marca de la familia. El tío Isoldo, por ejemplo, llegó a visitarnos después de un tiempo largo sin tener noticias suyas. Puso en la mesa una bolsa gris de la tienda D1 y pidió que le diéramos la mitad del pan de frutas que nos trajo con un café dulce. Papá bostezó y se acomodó en el sillón, de modo que me levanté de mala gana a prepararlo.

El tío Isoldo es un tipo alto y recio que siempre supo de qué estaba hecho. Cada vez que nos visita prefiere sentarse en el mecedor amarillo de la sala porque es una herencia de la bisabuela. La piel se le ha aclarado desde que trabaja de vigilante en el turno de la noche en un olvidado colegio municipal. La cafeína es lo único que lo mantiene consciente. El cuerpo grande ha empezado a jorobársele, y su panza es cada vez más brillante y templada. Su ansiedad es clásica, encuentra en ella una disculpa a sus fracasos y paranoias.

“La otra noche intentaron atracar el colegio”, dijo quitándose el tapabocas. “Vi sombras, sentí ruidos. Les grité: ¡Estoy infectado! Cof, cof, y desaparecieron al instante, ja”.

Mal chiste. El abuelo estaría orgulloso. ¿Y tú qué piensas de la vida, Iván? ¿En dónde vas a trabajar? Le respondí que quería estudiar algo, cualquier cosa. El tío y papá cruzaron miradas incrédulas, entonces dijo: “como tu tía Leda, ¿eh? la modista. Siempre con su casa apestada de pilas de trapos pendientes por remendar. Hasta guiso y sopa de tela aprendió a hacer en el instituto”. Las carcajadas después de ese tipo comentarios burlones siempre son absolutas. En casa está prohibido prohibir la risa. La vida no es para tomársela en serio, decía la bisabuela. Qué patraña. Aun tengo recuerdos de ella, solía inventar juegos de palabras vulgares para referirse a los del barrio. No sé por qué los abuelos muertos tienden a convertirse en leyendas incuestionables. Además de criar como la mayoría de los abuelos lo hacen, la única gran cosa en la que nos lleva ventaja la bisabuela ha sido morirse muy vieja.

Qué ropa van a estrenarse en diciembre —preguntó a papá—. Apúrense, parece que al presidente lo han mandado a extender la cuarentena otra vez, ja.

Otro año más encerrado con papá, pensé, meses de largas horas inventando cualquier monería para sacarle las palabras. Observé por unos minutos los borbotones del agua en la olla. Tres cucharadas de café y cuatro de azúcar, tres cucharadas de café y cuatro de azúcar, tres cucharadas de café y cuatro de azúcar, tres cucharadas de café… Siempre lo he dicho, la solución a todos los problemas de mi vida están en esa máquina perfeccionadora de la conciencia. Si el tío Isoldo y papá se sometieran a ella, como he fantaseado durante toda la cuarentena, vaya, quién sabe donde estuviera.

La máquina espera en la última habitación, oculta entre un viejo colchón amarillento, chasís de bicicletas y un montón de herramientas de soldadura de papá. No difiere mucho de una silla eléctrica. Ésta, sin embargo, apenas necesita de 1kilovatio para alcanzar un propósito aún más sofisticado. El casco tiene unas ventosas diseñadas para impactar el sistema límbico. Una primera descarga activa el cerebro occipital, donde ocurren los más evolucionados estados de conciencia, ese perfecto sitio en nuestro cuerpo jamás explorado por la bisabuela. Con una mente despierta el alma se prepara para el peor de los sufrimientos, que en breve serán liberados por una segunda descarga. Toda la vergüenza por lo que se ha hecho y lo que no queda latente sin dar cabida a ninguna otra idea o pensamiento autocompasivo. Hermoso. Prodigiosamente bello. El dios del Medioevo se revolcará de envidia.

Aún no queda claro cuánto tiempo esté dispuesto un ser humano a vivir sin olvido ni perdón después de sentarse en ella. Podría afirmar que la única opción del usuario es el suicidio o una miserable existencia monacal, dependiendo, por supuesto, de la gravedad de su falta. El Estado se ahorrará mucho dinero y tiempo modificando códigos penales o construyendo sistemas carcelarios caducos. Y en cuanto a mí, por fin saldré de esta situación. ¿Para qué ir a la iglesia a escuchar sermones si puede tener en casa una máquina de la culpa? Un electrodoméstico más que no debe faltar en el hogar. Piense en sus hijos, señora. Piense además en las infidelidades que se ahorrará. Este será el invento del siglo. Ya no necesitaremos a Cristo dividiendo la línea temporal. La humanidad será como siempre la hemos soñado: sin sicópatas, sin violadores de niños ni políticos corruptos saliéndose con la suya. Escuche a sus enemigos pedirles perdón, humillándose por haberles dañado. No sufra más, regocíjese en un mundo donde la justicia existe sin ambigüedad, aunque toda esta maravilla implique sentar a su victimario a la fuerza.

Ahí donde lo ven con la barriga al aire, la camisa del Boca Junior en el hombro y una barba rala de dos semanas, papá ha sido el verdadero genio. Celébrenlo a él. Me ha convertido en un personaje de enciclopedia, en todo un erudito de la culpa y de sus efectos.

Y ya que me queda poco tiempo para salir de este cuchitril, solo tengo que poner en marcha mis asuntos y sentarme, por fin, a inventar la máquina… Una taza de café dulce con pan para papá, otra taza de café dulce con pan para el tío Isoldo, y esta otra tajada de pan de frutas para mi cena…

Imagen de portada: Papa Inocencio, 1953. Autor: Francis Bacon.

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