La calle de las guacamayas

El sofoco hacía alucinar a Honorio Iguarán, hasta sus zapatos le reprochaban haberlos arrastrado sin descanso desde La Guajira.

Durante día y medio entretuvo su mandíbula con hojas de coca. Ya no sentía la noche, ni el sol ni la brisa, solo el ruido de sus pasos. Al dejar el camino de polvo y atravesar la carrilera, reconoció el paisaje de Santa Marta. Ahí estaban el Manzanares, un cañaveral en la orilla opuesta y la bonga de los tres gallinazos.

Diez años hacía desde su última visita a Dominga Torrenegra, su abuela. Recordaba muy bien su arroz con camarón y las papas con mantequilla que no había vuelto a probar en ningún otro lado. Honorio, sin embargo, no regresaba desde la Alta Guajira a visitar a su abuela por un antojo, volvía como un sonámbulo porque necesitaba que ella le interpretara un sueño.

Se adentró en la selva. Recordó que siguiendo la ribera llegaría más pronto al pueblo. Bebió agua en la orilla y después se sumergió en la corriente para deshacerse de la arena que llevaba como una segunda piel. Comió algunos  mangos que encontró en el suelo y guardó otros en la mochila. Iba tan distraído que le faltó poco para caer en una quebrada.

En medio del sopor, Honorio Iguaran caminó desde la Guajira hasta Gaira, para encontrar su destino. /Ilustración, AnnabellManjarrésFreyle.
En medio del sopor, Honorio Iguaran caminó desde la Guajira hasta Gaira, para encontrar su destino. /Ilustración, AnnabellManjarrésFreyle.

—¿Vas dormido? – advirtió un pescador.

—Voy hambriento. ¿Este es el camino más corto para llegar a Gaira?

El pescador lo reparó de la cabeza a los pies.

—Yo te conozco —dijo—. Tú eres el nieto de Dominga Torrenegra.

El pescador, un hombre de piel cetrina y ojos verdes dijo ser oriundo de Dibuya. Dominga Torrenegra, agregó, era una mujer escandalosa pero buena gente. En el pueblo decían que era medio bruja, pero que a quién no le gustaba una bruja.

—Camina por el río  —le dijo—, va a llegar un momento en el que no veas nada. Entonces estarás en Gaira.

En el camino pensó en lo que la gente decía de su abuela y en lo desinformado que estaba. Se negaba a creer que ella le rezaba al alma de las gallinas que mataba y que sus comensales tuvieran que llevarle una ofrenda a las que se comerían para que pudieran volar en otra vida. Patrañas, pensó.

Las piedras eran muy grandes y resbalosas, pero tenía mucho cuidado al saltarlas sin perder el equilibrio. Iba a poner el pie en otra piedra cuando observó que el río parecía estar represado por una pared de vidrio. Extendió la mano para palparla. En efecto, el río estaba cortado por el aire. Los peces nadaban y desaparecían al cruzar hacia la parte seca del cauce.

Anduvo unos pasos por el lecho seco del río.  Se agachó frente a la pared de agua y lentamente se quitó el sombrero para verificar si aquello era real. —¡Eche!— exclamó incrédulo y maravillado—. ¿Qué represa al Manzanares?

El grito de una guacamaya lo hizo volverse. La guacamaya era roja como una ráfaga que quemaba a la bonga donde estaba posada. Luego vio otras —azules, amarillas, rojas, verdes— que se abalanzaron hacia él en una algarabía ensordecedora que alborotó a los micos aulladores.

Todas parecían invitarlo a ir por el lecho seco. Corrió con ellas un buen trayecto hasta que sintió un tropel de bestias a sus espaldas. Se volvió justo en el momento en el que una ola de la creciente lo alcanzó. Lo último que vio fueron sus zapatos destartalados girando en la espuma.

Una de las lavanderas gritó aterrorizada. Los hombres que estaban cerca de la ribera entraron para sacar al ahogado. Una nube de curiosos lo observaba tirado boca arriba en la playa. Gritaron y corrieron cuando el cuerpo tosió agua, vomitó una masa de hojas de coca y se golpeó en el pecho para soltar  unas últimas fibras de mango de hilacha.

—¡Quiero ver a Dominga! —fueron sus palabras.

Despertó en el lecho de su abuela sin saber qué cosas de las que habían sucedido hacían parte del sueño o de la alucinación.

—¿Viste a mis gallinas, verdad, mijo? —Quiso saber Dominga—. Ahora vuelan.

Le preguntó a su nieto a qué se debía su visita. Estaba tan débil que Dominga tuvo que repetirle dos veces más su pregunta, hasta que recordó por qué estaba ahí.

—Mamá Dominga, he tenido un sueño todas estas noches. La interpretación de las ancianas en la ranchería no me convenció. Ellas me hablaban de un viaje. En el sueño entro a una casa con piso de ajedrez y siempre es de noche. El viento agita la cortina de una ventana por la que entra la luz de la luna. Al lado hay un piano de cola, yo me acerco levitando y toco una canción.

Dominga volvió a sus quehaceres en la cocina. Un rato después, mientras le ofrecía un café endulzado con panela, le dio la dirección de la niña Juana, una anciana que vivía en la plaza San Jacinto de la que se decía andaba un poco tocada de la cabeza.

—Ya tiene aburrido al cura —dijo Dominga—, todas las mañanas va a la parroquia para pedirle que espante los fantasmas de su casa.

Honorio se sintió decepcionado. No comprendía qué relación guardaba su sueño con una anciana algo demente. Pensó en almorzarse el sancocho de gallina antes de regresarse a consultar a un buen especialista, quizás era él quien no andaba bien de la cabeza. Repasó las imágenes del sueño. Tal vez el piano representaba su frustración de no haberlo aprendido a tocar. El piso de ajedrez le recordó lo mal estratega que era en el juego. La ventana y la cortina eran recuerdos de una película clásica que no terminó de ver.

—Más bien me regreso a terminar lo que empecé —dijo. Pero al final aceptó visitar a Juana. Salió sin despedirse y con la sensación de ser un niño que hace mandados a la abuela.

Le abrió la puerta una joven. Tendría tal vez unos veinte años y llevaba el pelo ensortijado y corto por encima de los hombros. Honorio recordó entonces el comentario que había hecho su abuela sobre las pretensiones de Juana de casarla con un hombre blanco de la ciudad. De hecho, según su abuela, ya dos hacendados de los al rededores le habían hecho propuestas muy ventajosas para quedarse con la hermosa nieta.

La muchacha nunca lo había visto, pero tampoco había estado frente a un hombre que la mirara con unos ojos tan azorados. Juana se acercó para advertirle que no abriera la puerta y menos a extraños, pero cuando vio a Honorio quedó tan pasmada como la nieta.

—¡Ah, eres tú! —exclamó—. El fantasma que viene todas las noches…

Algo más añadió,  pero ni la nieta ni Honorio estaban para prestarle atención a sus espantos. Ni mucho menos a la algarabía de las guacamayas en los árboles de la plaza.

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