Hace mucho tiempo Teobaldo Noriega emprendió su vuelo hacia Canadá, donde hoy reside como Professor Emeritus en el Departamento de Lenguas y Literaturas Modernas de Trent University. Sin embargo, toda su poesía habla de esta tierra: sus evocaciones a Guacamayal, la naturaleza del trópico, a los amigos y a la vida.
Quien lo ve observa en él a un hombre sereno, de voz pausada y una mirada a la que todo le sorprende. Y es precisamente en su capacidad de asombro donde está el secreto de su poesía, esa que va como hilo conductor detrás de todas las cosas invisibles.
En su última visita a Santa Marta, el poeta magdalenense Teobaldo Noriega tuvo una programación académica interesante. Compartió sus poemas con los niños de Aracataca y conversó sobre la poesía en el Banco de la República.
También compartió experiencias con los viejos amigos, a esos a quienes menciona en los epígrafes de sus poemas y también tuvo tiempo para concederle esta entrevista a la revista Macondo.

¿Cómo llegó la poesía a Teobaldo Noriega?
Recuerdo haber escrito algunos “papelillos” en mi adolescencia, pero de eso no he rescatado nada. La poesía como tal vendría después, como testimonio de reflexión existencial y codificación de experiencia. Durante mi etapa de estudios en Tunja escribí muchos poemas de los que muy pocos llegaron a ser publicados. Ya en el extranjero (Canadá, España) pude sistematizar esa inquietud, madurar en ella; así surgió mi primer poemario. Puede decirse, por lo tanto, que si bien la sensibilidad poética se manifestó en mí relativamente a temprana edad, mi relación formal con la poesía llegaría más tarde. El ejercicio requería adiestramiento y tenía que prepararme.
¿Cómo te enmascaras en tu poesía?
Asumo la identidad de un hablante inmerso en la compleja experiencia del ser humano. Constituye, por supuesto, una estratégica ilusión: todo enmascaramiento poético conduce a la desnudez. Como bien ha señalado alguien, paradójicamente algunas veces esto equivale a un striptease a la inversa. Son las tretas del escriba. En mi caso se trata de una voz entregada a cierta reflexión, o en abierto diálogo con ese oyente que siempre es otro/a. Dos supuestas entidades que, aunque están allí en un plano ilusorio, se integran a una red de significantes que conducen a cierta experiencia de mundo.

En el poema “Anti-Narciso” hay un autodescubrimiento doloroso, ¿te dejó cierta certidumbre?
Me agrada que menciones ese poema porque constituye, en efecto, un buen ejemplo de enmascaramiento. Como sabemos, en la versión helénica de esa historia se nos habla de un joven (Narciso) que se enamora de su propia belleza al contemplarse reflejado en las aguas de un estanque. La tradición señala que esto le ocurre al hermoso joven como castigo infligido en él por Némesis -diosa de la venganza-, quien considera imperdonable la cruel conducta de este al rechazar el amor que le ofrece la ninfa Eco. El hecho es que Narciso muere en estado de éxtasis ante su propia imagen, convirtiéndose en la flor que lleva su nombre. Este es, digamos, el nivel mítico de la historia. A mí, sin embargo, ante tal versión me interesaba resaltar algo diferente: la imagen de un joven que al contemplar su belleza no entra en un estado de excitación amorosa consigo mismo, sino en una profunda crisis existencial al constatar la fugacidad de la aparente armonía que sus ojos perciben. Es decir, la cara trágicamente escondida de esa realidad: la inevitabilidad de la muerte. El hablante en mi poema se pone así la máscara de Narciso, pero expresa su situación en sentido contrario; lo que lo lleva a experimentar cierto estado de suspensión existencial no es contemplar su propia belleza física, sino el imaginarse y no poder encontrar ese otro rostro que las aguas esconden: “una deforme máscara que se ahoga/en el ácido que le sirve de fondo”.
Personalmente, me gusta esta posibilidad porque nos entrega a un Narciso trágicamente mucho más cercano a nosotros. Pero, claro, la versión inicial se sustenta en el imprevisible designio de los dioses. Quizá sea este el descubrimiento o desvelamiento que la palabra poética logra en mi texto; dejándome esa “certidumbre” que siempre me acompaña en toda reflexión que hago frente a los límites de la condición humana.
Hay en tu poesía un amor profundo hacia la vida, hacia los amigos….
Es cierto. Compleja y sometida a una constante serie de imprevisibles accidentes, nuestra vida constituye una extraordinaria pieza acoplada al enigmático mecanismo del universo. Sin llegar al epicureísmo a ciegas, mantengo una actitud vitalista-existencial que me impulsa a aferrarme con entusiasmo a mi precaria condición humana. Vivir es un acto de osadía que merece ser celebrado; en ese esfuerzo me reafirmo, me reconozco.
Amar la vida con todo lo que ella nos entrega, lo bueno y lo malo: la fiebre descubierta en una desbordada pasión juvenil o en el otoñal sobresalto, los sueños y desengaños cotidianos, la decrepitud que nos regalan los años, etc. Son los límites de nuestra pequeñez y nuestra grandeza. Justamente, la amistad es uno de esos sentimientos que mejor contribuyen a nuestra tarea de acoplamiento. Relación noble por excelencia, constituye una forma de amor espontáneo, amparado en una complicidad que alimentamos sanamente. Sé que yo sería mucho menos de lo que soy sin mis amigos; de allí que -de una u otra forma- siempre me acompañen en el camino.

¿En algún momento te has cansado de la poesía?
De ninguna manera, sino todo lo contrario. De asumir yo el poema como simple ejercicio estético, habría podido ocurrir así; pero, como te he dicho, la experiencia poética se convierte para mí en una experiencia de mundo. Y vivir no me agota. La poesía es ese humano sonido, eufórico o desgarrado, con el que cotidianamente reafirmo mi condición y me reintegro al singular prodigio que es la vida.
Para Teobaldo Noriega, ¿cuál sería una posible manera de triunfar ante el temor?
Una pregunta interesantísima y compleja. Ciertamente el temor es parte integral de nuestra experiencia cotidiana, con implicaciones que van de lo simplemente mundano a lo escatológico. Se impone en todo caso la necesidad que tiene el ser humano de encontrar suficiente soporte existencial para sobrepasar ese miedo inherente a su condición. Nos reconocemos ontológicamente definidos por el sobrecogimiento: nos aterra lo fugaz del instante que vivimos, lo imprevisible del que viene, la inevitabilidad de la muerte, etc. Irónicamente, de ese mismo temor nace lo imperecedero del hombre, su deseo de permanencia. Lo logra, de manera relativa, a otro nivel y en otro espacio; esta es la redención que le brinda el arte. En mi caso –presiento que es también el tuyo, porque eres poeta- la escritura me permite trascender ciertos límites, operando como ejercicio liberador. En el poema se funden conciencia-de-mundo y deseo, angustia existencial y necesidad de subsistir; todo sublimado por el poder de la palabra. No callar es nuestra mejor manera de superar el temor.
En su libro ‘Doliente piel de hombre’ dices que escribir poesía no lo concibes como revelación o misterio, sino como un testimonio de estar aquí y ahora. ¿Cómo llegaste a esa conclusión?
Históricamente, como bien sabes, es conocida la tendencia de algunos escritores a considerarse portadores de un discurso privilegiado que los coloca por encima del resto de los mortales. Son los “profetas literarios” en estado de inagotable éxtasis, practicantes de un mesianismo fuertemente arraigado en cierta afirmación bíblica (En el principio era el verbo…); algo que por supuesto me parece aceptable si se trata de un texto evangélico. En un mundo abierto a tantas posibilidades discursivas como el actual, no es extraño que abunden las seudoteologías. Para mí, sin embargo -lejos de asumir el papel de un poetasacerdote-, el poema es esencialmente un acto de reflexión, de indagación, materializado en un encadenamiento lingüístico donde quien habla y quien escucha/lee están a un mismo nivel de comunicación terrenal. Es nuestro común aquí y ahora lo que me importa, Annabelle: nuestro humano tránsito.
¿Crees que cada poema que has escrito está completo? Es decir, ¿has quedado satisfecho con el resultado y el sentimiento inicial que te impulsó a escribirlo?
Todo poema conduce al encuentro fortuito de dos sensibilidades, la del emisor(a) y la del receptor(a). Se trata de una relación dialógica, semánticamente abierta; es esto lo que hace imposible suponer que el texto del poema, tal como queda registrado en el espacio de la página, pueda ser considerado como algo “completo”. Si lo fuera, no tendría sentido seguir escribiendo. Cada poema es una pausa, un trozo de sonoridad que continúa en el siguiente. Y aunque ese fragmento pueda dejarnos satisfechos –mucho mejor si es así-, una tonalidad mayor nos acosará por dentro. El pentagrama nos espera.
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